En lo que iba de la Copa me había tocado ver los partidos de la vinotinto en todo tipo de lugares. En orden cronológico:
* El Venezuela - Brasil lo vi en el estadio de La Plata. Considerando que los demás partidos de Venezuela eran en Salta a más de 20 horas en autobús desde Buenos Aires, este fue el único partido al que pude asistir.
* El Venezuela - Ecuador me tocó verlo con un amigo en un bar en Paraná, una ciudad cercana a Santa Fe, a donde viajé a ver un partido de Colombia. ¿Que por qué viaje a ver a Colombia y no me digné a ver a la vinotinto? Distancia entre Buenos Aires y Sante Fe: 478 km. Distancia entre Buenos Aires y Salta: 1510 km. Todo está dicho.
* El Venezuela - Paraguay (Round 1) me tocó verlo en la comodidad de mi sala, con un grupo de amigos. Teniendo en cuenta las pasiones que se vivieron en ese encuentro quizás lo mejor hubiese sido verlo en otro sitio. Tumbé una copa de vino luego del, ya legendario, cabezazo de Renny.
* El Venezuela - Chile me tocó verlo en una estación de servicios en la ciudad de La Plata. Como había comprado entradas para cuartos de final con la esperanza de ver a la vinotinto y lamentablemente no quedaron primeros en su grupo, me tocó ver el Brasil - Paraguay en el estadio y luego salir a buscar como un loco un sitio con televisor para poder ver a mi selección. El único sitio que encontré (y que encontraron unos nueve venezolanos más en mi misma situación) fue el cafecito de una estación de servicios. Luego de los 90 minutos estábamos todos brincando como si fuésemos amigos de siempre, felices por el pase a semifinales.
Para la semifinal quise vivir algo que aún no había podido vivir en esta Copa: ver un partido de la selección con un grupo grande de amigos venezolanos. Es decir, amigos que conociese por más de dos horas por lo menos, no como los de la gasolinera. Y así fue, asistí a casa de Ricardo, que se había convertido durante la Copa en la cueva del fanático vinotinto, el recinto de venezolanidad exacerbada por excelencia en Buenos Aires.
Su sala, es de 6 x 3, aproximadamente. Su televisor no sobrepasa las 22 pulgadas. No son exactamente las condiciones ideales para reunirse a ver el partido. Pero no fue limitante para meter a 25 personas ahí confinadas, inspiradas por un mismo deseo de apoyar al equipo en su segundo encuentro contra Paraguay. Sentado en el piso con un vaso de cerveza entre mis piernas y un incesante griterío en mis oídos, imaginé que este ambiente sin duda alguna se estaría repitiendo en miles de hogares venezolanos, en espacios de todo tipo, desde plazas hasta cafés, pasando por salas aún más pequeñas que esta. Esa sensación me acompañó durante todo el partido. Cuando escuchamos el himno, cuando gritamos el gol anulado. Me sentía parte de algo mucho más grande que la sala de casa de Ricardo. Cuando Renny hacía una parada coreabamos sin cesar su nombre. Cuando el arbitro pitaba falta lo insultábamos con una retahíla de fuertes improperios a todo pulmón, como si supiésemos que él los estaba escuchando, que le dolían. La sala estaba llena de personajes, desde aquellos expertos en fútbol que analizaban cada movida de Farías, cada posición adelantada, hasta aquellos más alejados del televisor que le preguntaban a los de más adelante a quién habían puesto en el lugar del suspendido Tomás Rincón; desde los que pedían, sin suerte alguna, que el grupo bajase un poco los decibeles, hasta el fanático beisbolero que gritaba “¡un hit!” de forma irónica cada vez que Venezuela atacaba. Fuera del estadio, dudo existiese un lugar más alegre que esta sala durante la semifinal.
En mediotiempo pusimos salsa. Dimensión Latina para ser más preciso. Al finalizar tiempo regular sonó joropo en las cornetas. Hacia el final del complementario le estábamos dando a capella, con una versión libre y valentonada de “Venezuela, Venezuela, bandera venezolana”. El piso para ese entonces era un desastre, lleno de cervezas regadas y un coleto que rodaba de mano en mano. Pero poco importó para el momento de los penales. Al igual que los jugadores de la selección nos abrazamos de rodillas, rezando cada uno a su manera porque Renny bloquease algún disparo, porque un paraguayo botase un chute, porque Maldonado, Arango y el rejuvenecido Rey hicieran lo suyo. El silencio suplantó la algarabía luego del penal fallido de Lucena, la angustia nos sobrecogió al llegar el último cobro. Golazo. 5 a 3 a favor de Paraguay. El televisor se apaga. Algunos se levantan y salen a la terraza. Uno llora en el piso mientras varios lo consuelan. Muchos, incluyéndome, racionalizamos la situación. “Merecimos ganar, jugamos mucho mejor”. Nadie quiere pensar en el tercer lugar. La tristeza reina.
Si este fue un fiel reflejo de todos los lugares donde se vivió el encuentro de semifinal entre Venezuela y Paraguay, uno pensaría que cabe decir que fue un día muy triste para ser fanático de la vinotinto. Pero todos sabemos que eso no es verdad. El hecho de que nos duela significa que nos importa, que sabíamos que estábamos para más pero fallamos por muy poco. El día siguiente, luego de aliviarse el dolor y llegado el momento de recoger los vidrios, entendí que la Copa no es un final, sino el primer paso hacia la meta que cada vez se ve más alcanzable: llegar al mundial. Con suerte, el día que eso pase, los que estábamos en la sala de Ricardo y en todos los hogares venezolanos ese 20 de julio contra Paraguay, recordaremos esto como una lección que valía la pena aprender a tiempo. Una lección y nada más.
Pedro, el infiltrado
* El Venezuela - Ecuador me tocó verlo con un amigo en un bar en Paraná, una ciudad cercana a Santa Fe, a donde viajé a ver un partido de Colombia. ¿Que por qué viaje a ver a Colombia y no me digné a ver a la vinotinto? Distancia entre Buenos Aires y Sante Fe: 478 km. Distancia entre Buenos Aires y Salta: 1510 km. Todo está dicho.
* El Venezuela - Paraguay (Round 1) me tocó verlo en la comodidad de mi sala, con un grupo de amigos. Teniendo en cuenta las pasiones que se vivieron en ese encuentro quizás lo mejor hubiese sido verlo en otro sitio. Tumbé una copa de vino luego del, ya legendario, cabezazo de Renny.
* El Venezuela - Chile me tocó verlo en una estación de servicios en la ciudad de La Plata. Como había comprado entradas para cuartos de final con la esperanza de ver a la vinotinto y lamentablemente no quedaron primeros en su grupo, me tocó ver el Brasil - Paraguay en el estadio y luego salir a buscar como un loco un sitio con televisor para poder ver a mi selección. El único sitio que encontré (y que encontraron unos nueve venezolanos más en mi misma situación) fue el cafecito de una estación de servicios. Luego de los 90 minutos estábamos todos brincando como si fuésemos amigos de siempre, felices por el pase a semifinales.
Para la semifinal quise vivir algo que aún no había podido vivir en esta Copa: ver un partido de la selección con un grupo grande de amigos venezolanos. Es decir, amigos que conociese por más de dos horas por lo menos, no como los de la gasolinera. Y así fue, asistí a casa de Ricardo, que se había convertido durante la Copa en la cueva del fanático vinotinto, el recinto de venezolanidad exacerbada por excelencia en Buenos Aires.
Su sala, es de 6 x 3, aproximadamente. Su televisor no sobrepasa las 22 pulgadas. No son exactamente las condiciones ideales para reunirse a ver el partido. Pero no fue limitante para meter a 25 personas ahí confinadas, inspiradas por un mismo deseo de apoyar al equipo en su segundo encuentro contra Paraguay. Sentado en el piso con un vaso de cerveza entre mis piernas y un incesante griterío en mis oídos, imaginé que este ambiente sin duda alguna se estaría repitiendo en miles de hogares venezolanos, en espacios de todo tipo, desde plazas hasta cafés, pasando por salas aún más pequeñas que esta. Esa sensación me acompañó durante todo el partido. Cuando escuchamos el himno, cuando gritamos el gol anulado. Me sentía parte de algo mucho más grande que la sala de casa de Ricardo. Cuando Renny hacía una parada coreabamos sin cesar su nombre. Cuando el arbitro pitaba falta lo insultábamos con una retahíla de fuertes improperios a todo pulmón, como si supiésemos que él los estaba escuchando, que le dolían. La sala estaba llena de personajes, desde aquellos expertos en fútbol que analizaban cada movida de Farías, cada posición adelantada, hasta aquellos más alejados del televisor que le preguntaban a los de más adelante a quién habían puesto en el lugar del suspendido Tomás Rincón; desde los que pedían, sin suerte alguna, que el grupo bajase un poco los decibeles, hasta el fanático beisbolero que gritaba “¡un hit!” de forma irónica cada vez que Venezuela atacaba. Fuera del estadio, dudo existiese un lugar más alegre que esta sala durante la semifinal.
En mediotiempo pusimos salsa. Dimensión Latina para ser más preciso. Al finalizar tiempo regular sonó joropo en las cornetas. Hacia el final del complementario le estábamos dando a capella, con una versión libre y valentonada de “Venezuela, Venezuela, bandera venezolana”. El piso para ese entonces era un desastre, lleno de cervezas regadas y un coleto que rodaba de mano en mano. Pero poco importó para el momento de los penales. Al igual que los jugadores de la selección nos abrazamos de rodillas, rezando cada uno a su manera porque Renny bloquease algún disparo, porque un paraguayo botase un chute, porque Maldonado, Arango y el rejuvenecido Rey hicieran lo suyo. El silencio suplantó la algarabía luego del penal fallido de Lucena, la angustia nos sobrecogió al llegar el último cobro. Golazo. 5 a 3 a favor de Paraguay. El televisor se apaga. Algunos se levantan y salen a la terraza. Uno llora en el piso mientras varios lo consuelan. Muchos, incluyéndome, racionalizamos la situación. “Merecimos ganar, jugamos mucho mejor”. Nadie quiere pensar en el tercer lugar. La tristeza reina.
Si este fue un fiel reflejo de todos los lugares donde se vivió el encuentro de semifinal entre Venezuela y Paraguay, uno pensaría que cabe decir que fue un día muy triste para ser fanático de la vinotinto. Pero todos sabemos que eso no es verdad. El hecho de que nos duela significa que nos importa, que sabíamos que estábamos para más pero fallamos por muy poco. El día siguiente, luego de aliviarse el dolor y llegado el momento de recoger los vidrios, entendí que la Copa no es un final, sino el primer paso hacia la meta que cada vez se ve más alcanzable: llegar al mundial. Con suerte, el día que eso pase, los que estábamos en la sala de Ricardo y en todos los hogares venezolanos ese 20 de julio contra Paraguay, recordaremos esto como una lección que valía la pena aprender a tiempo. Una lección y nada más.
Pedro, el infiltrado
me parecio espectacular lon que acabas de decir, donde yo lo vi comente mas o menos lo mismo, estas son lecciones que hacen falta, habia que pasar por esto, creo que el futbol venezolano sera finalmente respetado cuando nos veamos las caras con otros equipos en el mundial, ojala se mantenga esta buena racha...en todo caso quedar entre los cuatro primeros de un continente de puro futbol no es cualquier cosa, y menos para una seleccion que lo hace por primera vez, ahora si hay que irle con todo a peru a ver si traen esa medalla de tercer lugar, creo que eso tambein seria hacer historia y de la buena...un abrazo pedro..Gilmer
ResponderEliminarExcelente comentarios pedro...al leerlo senti escalofrios.... Seguimos siendo un gran equipo!
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