En el capítulo de hoy no hay muchas risas. Pero bueno, no está mal ponerse serio a veces pues... Este es un escrito que tenía tirado por ahí y me provocó compartirlo. Tiene que ver un poco con la distancia, con la familia y con una cosa que se llama Skype que están usando los muchachos hoy en día. Bueno, sin nada más que agregar, agárrense de la brocha que nos llevamos el andamio...
La distancia entre Nueva York y Buenos Aires
Hombre caraqueño menor de 30 años sale al exterior a hacer su vida, a buscar su destino. El miedo de vivir solo lo agobia, le quita el sueño en las noches, le nubla la mente en el día. La nueva ciudad lo marea, por momentos se lo come vivo. Su familia se torna cercana a pesar de la distancia. No lo sabe en el momento, pero lo difícil de esta etapa formará, más que ninguna otra, la persona en la que se convertirá. Es la historia de mi padre en Nueva York en los 70. Pero también es mi historia en Buenos Aires en la actualidad.
El paralelismo entre ambos viajes siempre fue evidente para los dos. Cuando me acompañó a instalarme en la capital argentina hace dos años aumentó exponencialmente la frecuencia con la que echaba esos cuentos neoyorquinos, que me había echado a lo largo de toda mi vida. Puedo recitarlos al pelo: en el 72 inició su carrera diplomática en Naciones Unidas, con sede en Manhattan. Desconocía la ciudad, el idioma y las costumbres. Comía mucho en la calle, llevaba toda su ropa a la lavandería y dependía casi completamente de una mujer que iba a su apartamento a limpiar. Siempre le coloqué a sus historias, ese matiz medio mítico que toman las anécdotas de nuestros padres cuando somos niños. Aunque todo, con el tiempo, ha ido cobrando un sentido distinto, extrañamente familiar (la mujer que limpiaba en mi apartamento mi primer año acá se llamaba Raquel, a propósito). Pasaron casi 40 años entre ambas experiencias, pero poco ha cambiado. Bueno, quizás el desborde de avances tecnológicos que nos invaden todos los días y que vuelven ínfimas todas las distancias. Pero no mucho más.
La madrugada de febrero en que mi papá se fue de Buenos Aires fue algo traumática para ambos. Hubo llanto contenido, abrazos extra fuertes y varios “más tarde hablamos” que poco servían de consuelo. Nunca me lo dijo, pero sospecho que ese viaje en avión de vuelta a Caracas debió haber sido de los más difíciles de su vida. Pero esa noche Skype y él se conocieron, y cualquier posibilidad de comparar los 70 y la actualidad, murió al instante. Escribiendo esto siento un temor de convertir mi escrito en algo publicitario sobre las bondades de Skype y las nuevas tecnologías, un infomercial disfrazado de artículo de opinión. Pero es que vale poner las cosas en perspectiva: mi papá le escribía a mi abuelo cartas que se tardaban dos semanas en llegar y cuyas respuestas tardaban otras dos semanas en volver. Con los 5 días de por medio que le tomaba a mi abuelo redactar una carta a mano eso sumaba un mes y una semana para completar un intercambio. ¡Un mes y una semana! Las llamadas eran muy costosas, así que esa no era una opción. Ayer le mandé un mensaje por celular para que se conectara, y a los 3 minutos no sólo estábamos hablando sino que nos podíamos ver.
Con esto no pretendo despotricar contra los tiempos de antaño ni mucho menos. No puedo negar el encanto que tenía escribirse cartas a mano, ni lo relajante que es imaginar estar desconectado de todos los medios tecnológicos de los que hoy tanto dependemos. Pero imaginar la distancia y la soledad tal cual las vivió mi papá me ayuda a poner mi experiencia en perspectiva y me permite dormir más tranquilo en las noches. Aquel día de febrero, cuando llegó el momento de colgar la llamada de Skype, mi papá vio fijamente en la pantalla, sonrió y me dijo “nos vemos mañana”. Puedo apostar que la Nueva York de los 70 estaba en su mente.
Pedro, el infiltrado