domingo, 16 de junio de 2013

Hate to say goodbyes



El que se queda siempre la tiene más difícil. Al menos eso recordaba de mi último año en Venezuela antes de venirme a vivir a Buenos Aires. En esa época cada dos o tres semanas había una despedida, alguien se iba al exterior, algunos buscando cumplir sueños, algunos inconformes con las condiciones del país... Y uno se quedaba, cuestionándose la vida misma, teniendo que encarar la ciudad con un amigo menos. Supongo que cuando yo me fui varios tuvieron esa misma sensación. Es uno de los secretos mejor guardados del que emigra: el que se marcha se lleva también consigo el alivio de no tener que despedir a más nadie. O bueno, por lo menos eso pensaba hasta hace poco.

Resulta que esta semana se va de Buenos Aires la chica de la foto. Se llama Daniela y es mi mejor amiga. Conocí la ciudad con ella cuando llegamos en 2009. ¿Sabes cuando una persona pasa a convertirse en sinónimo de una ciudad o de una época en tu vida? Bueno, eso ha sido Daniela en los últimos cuatro años por esta travesía sureña. Como a la mitad de esta entrada podrán leer un poquito más sobre nuestra amistad.  Su partida, así como la partida de varios amigos en el último año me ha permitido darme cuenta de que esto de las despedidas no terminó en 2009 sino que está pasando otra vez. Y probablemente vuelva a pasar en el futuro. Una y otra vez...  Dios, ¡¿por qué la gente no se queda quieta y ya?!

A decir verdad, Daniela no se va del todo. Está partiendo en un viaje de seis meses por el sureste asiatico, uno de esos viajes trascendentales de los que la gente nunca vuelve igual que como partió. Pero puede que se quede, o que descubra que su camino es por aquellos lares. O puede que vuelva y yo ya no esté acá. A decir verdad las despedidas me han ido enseñando a no predecir el futuro y dejar que el tiempo haga lo suyo. Las amistades cuando son buenas buenas soportan mucho más que seis meses de ausencia. Creo que soportan hasta unos diez, así que creo estamos bien.. (Chiste nervioso)

En casa de mi primo David en Amsterdam, colgado en una pared había un cuadro que era lo último que uno veía cuando iba de salida. Totalmente blanco, lo único que se distinguía eran cuatro palabras que se habían convertido en una suerte de lema a lo largo de su vida llena de viajes por el mundo entero. Hoy resuenan en mi cabeza como nunca antes. Hate to say goodbyes se leía en una fuente casi imperceptible, como si el tiempo la hubiese ido desgastando poco a poco...

Hate to say goodbyes, decía...

¡Hasta pronto, Dani!


Pedro, el infiltrado